Creo que puedo identificar con certeza cuando fue el día que empecé a sentirlo, a amasarlo.
Fue una semana en la que no nos pudimos ver. Vos estabas con un caso hipotético en el que si te llamaban de un crucero, vos aceptarías. Vos solo. Yo te dije que obvio, que lo hicieras, que ni lo dudaras. Pero pasó que lo hipotético solo duró días y finalmente obtuviste una respuesta de esos mails que te la pasaste enviando a casillas muertas. Era la carta ganadora que te permitiría poder audicionar para estar mejor.  Entre mis felicitaciones y mejores deseos, sentí como se me estrujó el corazón y como se me nublaron los ojos.

Toda esa semana te encerraste a practicar y a practicar y a practicar, hasta que se te ampollaron los dedos, se te acalambraron las manos, te quitaban las horas de sueño y los nervios estaban a la orden del día.

Finalmente nos vimos y fue como si nos hubiéramos extraviado por separado en un desierto de arena.
Te abracé y me abrazaste y quizás fue ahí, quizás fue mientras charlamos después, quizás fue la remota posibilidad de que te fueras o quizás ya te amaba desde antes y no lo sabía.

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