Un día las estrías desaparecieron. Esas pequeñas lombrices blancas que no me dejaban poner bikinis.
Con el tiempo mis brazos disminuyeron su masa, su grasa y decidieron lucirse joviales en los vestidos más lindos que me permití comprar.
La panza, como ese abdomen tan codiciado, amaneció con todos los músculos marcados, chato como la mismísima llanura pampeana.
Mis piernas duras como rocas, no tenía absolutamente nada que envidiarle a la Serena, esa la Williams, sí.
¿Qué pasó? No sé.
Sólo sé que el espejo un día me mostró mi mejor versión, la que un día yo estuve dispuesta a descubrir.

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